Desde la escuela nos enseñaron que una de las palabras mágicas era: ”gracias”. Y con simpleza comenzamos a usarla, casi en forma automática.
Gratitud, agradecimiento, reconocimiento por algo que se recibe. Llamémoslo como queramos pero creo no equivocarme al reconocerla como la palabra que encierra la mayor hondura y significado, la más noble, me atrevería a decir.
El hombre o la mujer que saben agradecer estarán prontos a reconocer la generosidad del otro, sabrán aquilatar en su verdadera dimensión, aquello que, merecedores o no, han recibido. Comenzará así una cadena de buenos sentimientos hacia quien nos otorgó un bien, no importa si sólo fue una palabra, un gesto, una compañía, esa persona ha sido capaz de postergar su tiempo y su energía para compartirlo con nosotros. Y ¿qué puede haber más valioso en este mundo que el sentirse acreedor de esas dádivas?
La gratitud nos llena de un sentimiento de íntima complacencia, despierta en nosotros el afecto, la comprensión, la tolerancia. Surge como una respuesta pero a la vez suscita la necesidad de ser nosotros también partícipes en ese dar y recibir que tantas satisfacciones otorga. La cadena comienza entonces a tomar forma, eslabón a eslabón, sólida y compacta. El ser humano estrecha sus vínculos, los perfecciona y casi sin darse cuenta ha logrado el milagro de la vida.
Por esto me atrevo a decir que la gratitud es la más noble de las virtudes, porque es desde ella que se abrirán, como un abanico, las otras virtudes y sentimientos buenos: la amistad, el amor, la generosidad, la comprensión y muchos otros más. Y con ellos en nuestras maletas de eternos viajeros, nada habremos de temer en el largo viaje de la vida.
(De los escritos de José Juventud)